Tejiendo redes

Constructoras de paz en Venezuela

Ángela Cáceres, sobreviviente de violencia de género: «Decidí convertir mi tragedia en algo útil»

Fue amenazada por su pareja y vivió controlada durante 18 años. Pese a que aún no logra sanar definitivamente sus heridas, ahora inspira a otras en la Red de Mujeres Constructoras de Paz 

Por Bianile Rivas – 07/08/23

18 años de maltrato aguantó Ángela Cáceres en su residencia de Acarigua Araure, estado Portuguesa. Fueron casi dos décadas en cautiverio, bajo amenazas, llevando palos, puñetazos, botellazos, gritos, empujones y jaladas de mechas. Fue tan grave su situación que ella misma la compara con el infierno de abusos que vivió la venezolana Linda Loaiza en el 2001. 

Nativa de Santo Domingo, República Dominicana, Ángela se casó en 1986 con un hombre de nacionalidad española. En ese entonces ella tenía 19 años. Fruto de su relación nacieron sus dos hijos. Ángela mostraba a flor de piel la típica alegría caribeña, con la que logró cautivar a aquél europeo que, durante los primeros días, se mostró como un caballero educado o  «como esos que te regalan rosas», según dice. Ella se enamoró y apreciaba de él sus atenciones y detalles, expresadas en serenatas y veladas con vino. “No me faltaba nada; tampoco nadie se imaginaba que un hombre tan galante, decente y educado terminará siendo mi captor», narra. 

Ángela Cáceres recuerda la generosidad que simulaba su esposo en los años 90. Durante ese tiempo fundaron juntos una empresa en Acarigua Araure, cerca del Centro Comercial Buenaventura. Todavía está ahí el inmueble, arruinado. Aún se ve parte de lo que ella con esfuerzo y sacrificio, con muchas horas de trabajo, ayudó a forjar. » Yo era de las que agarraba una camioneta 4×4 y la traía full de materiales metalúrgicos para surtir el negocio», recuerda. 

En la medida en que la empresa iba agarrando fama, que ellos se daban a conocer, él le perfilaba a ella su desventura. El hombre fue cayendo en el vicio del alcohol hasta que convirtió los días de paz, amor y comunión que vivió con Ángela, en largos años de violencias.

«Llegaba borracho y desbarataba todo los corotos y muebles que veía en la casa. Perdí la cuenta de las veces en que yo amanecía sacándome los pedazos de vidrios incrustados en las pantorrillas y los tobillos. Él lanzaba las botellas y yo saltaba y brincaba para evadirlas», relata. 

Las leyes de protección de la mujer fueron siempre retórica para Ángela. «Eso era papel vacío”, asegura. “Una iba a la Casa de la Mujer y le prestaban poca atención: yo ponía denuncias y denuncias y no me paraban», dice. 

El hecho de que ella fuera migrante, complejizaba la situación:  «Sí yo hubiese tenido el pasaporte para ese entonces yo me hubiese ido, aunque tampoco hubiera sido posible porque él me negaba el permiso para sacar a mis hijos del país», sostiene.

Los maltratos y agresiones de Ángela, la dejaban sin opciones. Muchas veces, encerrada como consecuencia del control que su marido ejercía, se quedaba limpiando y viendo televisión. La presión llegaba hasta el extremo de que al llegar de la empresa, él solía pasar la mano por los mesones para verificar si había rastros de polvo. 

Otras formas de control eran las continuas llamadas telefónicas. Unas 30 veces por día él llamaba y ella debía contestar para evitar castigos. A veces ella escapaba del encierro con el teléfono inalámbrico oculto en un bolso. La gente se reía al verla contestar el teléfono como si estuviera en casa. Ella mentía para burlar el control, para salvaguardar su vida. 

Sin familia y sin un conocido fiable a quien acudir, Ángela Cáceres se las ingenió y tomó la decisión de irse a su Santo Domingo natal en un viaje ida por vuelta. Sus hijos la mantenían atada a Venezuela. Al volver, seguramente como castigo, el hombre le arrancó de raíz las trenzas que tenía en su cabeza. » Me dejó los claros en la cabeza. Las chaquiras de las trenzas se regaron por los pisos hasta perder su sonido», recuerda. 

Ese episodio doloroso sirvió finalmente para que Ángela Cáceres cerrara el ciclo de violencia vivido. María Teresa Piñero, una amiga suya, activista por los derechos de las mujeres, llamó a la policía y a una fiscal del Ministerio Público. Vino con la patrulla y el hombre fue conminado a abandonar la casa. Al cabo de un tiempo, en el año 2011, este enfermó y falleció por bronquitis crónica.

Mujer de paz

Ángela se renovó. Hoy tiene 54 años de edad. En 2018 se hizo chef de cocina y más tarde se certificó como asesora de imagen. Además de su gusto por la cocina, emprendió con su madre y hermana – ellas desde Estados Unidos – en el comercio de ropa femenina importada. Se volvió a casar y vive plenamente el amor de sus nietos. Se siente muy feliz. «Estoy estable y con una persona pacífica, tolerante. Necesitaba a alguien así porque yo traía muchas heridas y muchos traumas. Necesitaba vencer la agresividad aprendida, acabar con el miedo», relata. 

Para su recuperación Ángela Cáceres requirió de la ayuda psicológica y psiquiátrica. Pasó por ciclos de depresión que ameritaron acompañamiento y medicación. Ahora está haciendo parte de la Red de Mujeres Constructoras de Paz y quiere, a través de esta organización, inspirar a otras mujeres. 

«Cuando recibí la primera formación de la red sobre violencia basada en género revivieron en mí aquellos momentos dolorosos que viví. Desde esa fecha, en marzo de 2022, decidí convertir mi tragedia en algo útil. Sé que mi testimonio servirá para que otras mujeres hablen y se alcen.», dice. 

Foto: Ángela Cáceres recibe diploma de formación por la Red de Mujeres Constructoras de Paz |Crédito : Bianile Rivas

A través de la  Red de Mujeres Constructoras de Paz, Ángela hace pedagogía sobre los tipos de violencia contra la mujer en las comunidades del municipio Araure. Ella se mueve entre barrio y barrio. Parte de su trabajo le ha permitido entender que hay mujeres vulneradas que hablan y otras que callan. A muchas les da vergüenza reconocer lo que vivieron o lo que están viviendo. Pero ella les enseña que hay un camino de paz.

«No tengo ningún problema en que me vean llorar cuando doy mi testimonio, que salga una lagrima o que se me atore la garganta es inevitable: aún tengo heridas que sanar. Pero decidí que dar mi testimonio es una forma de colaborar para que nunca más ninguna mujer en el mundo viva lo que yo viví: humillaciones, encierro y trato cruel por años», concluye.