Tejiendo redes

Constructoras de paz en Venezuela

Mujeres carabobeñas dejan sus vidas a un lado para convertirse en cuidadoras

Las mujeres que asumen el rol de cuidadoras están expuestas a factores de riesgo que van deteriorando su salud física y emocional

Por Dayrí Blanco – 31/07/23

Hace tres años, la vida le cambió por completo a Wensuky Bolívar. Ella estaba acostumbrada a trabajar sin importar el día ni la hora. Cuando nació su hijo Izan, el 27 de marzo de 2020, se convirtió en su cuidadora el 100% de sus días. 

Antes de ser madre, su dinámica era muy activa. Se desempeñaba como administradora de una empresa privada a tiempo completo y, los fines de semana, arreglaba uñas y secaba cabello a domicilio para generar un dinero extra. 

Era una mujer alegre que siempre compartía con sus amigos y, sobre todo, con su familia. Vive con su madre de 76 años, su hermano de 37, y su sobrino de siete quien, junto a Izan, es el dueño de sus sonrisas.

10 días después de la cesárea, Wensuky se enteró de que su hijo recién nacido tenía Síndrome de Down. Lo había llevado a la emergencia a la Ciudad Hospitalaria Dr.Enrique Tejera (CHET) de Valencia porque presentaba fiebre muy alta. Además, le informaron que el bebé padecía de una cardiopatía congénita y sepsis.

Eso implicó que el bebé estuviera 60 días en terapia intensiva y ella solo contaba con el aporte su hermano pudiera darle. El papá de Izan nunca estuvo presente, “creo que se asustó con el diagnóstico”, asegura. Así que todo el cuidado y ese trabajo de buscar insumos y medicamentos, dependen de ella desde ese momento. 

Al regresar a casa, las atenciones para el bebé seguían siendo muy demandantes por su cardiopatía y posterior hipertensión pulmonar. Ante ese panorama era imposible que regresara a sus labores después del reposo postnatal. Nadie se podía encargar de Izan. Así se convirtió en una mujer cuidadora sin ingresos económicos fijos. 

Desde la ONG Prepara Familia han advertido que el 95% de quienes se encargan del cuidado los niños o niñas en hospitales o unidades pediátricas, son mujeres. 

Katherine Martínez, directora de la organización, explicó durante el evento Mujeres invisibles: el rostro de las mujeres invisibilizadas por la crisis en Venezuela realizado en 2021 ,que las mujeres permanecen a tiempo completo cuidando a los niños, niñas o adolescentes, sin que se trate de una decisión libre y propia, sino que está sesgada por la división desigual del trabajo que adjudica roles específicos, tanto a hombres como a mujeres. 

La desigualdad en dedicación horaria y en el reparto de las labores de cuidado y el trabajo no remunerado generan un círculo vicioso, ya que no se incentiva la corresponsabilidad, ni la igualdad en la familia, apuntó la experta. Eso sin contar que las mujeres que asumen el rol de cuidadoras están expuestas a factores de riesgo que van deteriorando su salud física y emocional.

De acuerdo con la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (ENCOVI), 2022, 53% de quienes son jefas de hogar, corresponden a mujeres solteras, divorciadas o viudas, que asumen cargas familiares en hogares monoparentales, o donde hay más familiares viviendo en un mismo espacio, por lo que, generalmente, viven en pobreza extrema.

A esto se le suma que aproximadamente nueve de cada 10 hogares con jefatura femenina están en situación de pobreza en Venezuela, según el estudio Autonomía perdida: ¿Qué pasa con la fuerza laboral femenina en Venezuela?,  publicado en Prodavinci. Esto se traduce en que, en los últimos ocho años, las tasas de pobreza en hogares liderados por mujeres solteras son en promedio 13 puntos porcentuales mayores que las de hogares liderados por hombres solteros y 2 puntos porcentuales mayores que los hogares biparentales. 

La investigación resalta que la baja participación laboral femenina, las limitaciones económicas de los trabajos informales y las desigualdades con base en los roles de género –reforzados durante la emergencia humanitaria– limitan la independencia económica de las mujeres venezolanas.

Wensuky, quien vive en la parroquia Santa Rosa de la capital carabobeña, no obtuvo respuesta favorable a ninguna empresa pública y privada para desempeñarse en su carrera como administradora bajo las condiciones que implicaba tener un hijo con necesidades especiales. Le decían que los permisos por citas médicas por la delicada salud de su hijo, eran limitantes para que optara por un puesto laboral. “Los horarios eran inflexibles y los cuidados de Izan a diario eran aún mayores. Entonces decidí estar en casa y, como se dice popularmente, matar tigritos y pedir ayudas”, narra. 

Ella se las ingenió para continuar prestando servicios estéticos, como manicura y peluquería, en un pequeño espacio que habilitó en su casa. También se dedicó a vender cambures, panes, tortas y cualquier cosa que se le ocurriera. Sin embargo, sostenerse económicamente, tomando en cuenta todos los gastos que implicaba la salud de su hijo y la crisis del país, se  le hizo muy cuesta arriba. 

En medio de protestas

Hay muchos relatos parecidos al de Wensuky, cada uno con sus matices particulares, como el de Eleuteria Cabello. Ella vive en el barrio El Impacto, ubicado en la parroquia Miguel Peña de Valencia, junto a su esposo y a su hija de 29 años, quien nació con parálisis cerebral infantil, post rubéola congénita, y la convirtió en su cuidadora.

Son casi tres décadas las que Eleuteria tiene alejada del campo laboral. “Ya yo me adapté a cuidarla, hay que bañarla, darle la comida… ella está todo el día acostada”, dice. 

Su hija, Rosa Angélica Martínez, nunca habló ni caminó y padece de síndrome epiléptico, por lo que es casi imposible dejarla bajo el cuidado de alguien más. A pesar de que necesita producir para costear la Carbamazepina y Fenobarbital que le recetaron para alivarla, es complicado. Los medicamentos cuestan alrededor de 20 dólares cada mes. 

Su esposo es pintor y hace algunos trabajos esporádicos, mientras que su hijo, quien migró hace algunos años, la ayuda económicamente. Casi todo se gasta en comida.

A unos tres kilómetros de distancia, Camila Ortiz, de 16 años, es la encargada de cuidar a su hermano Mathías de 11 años. De su padre no sabe nada desde hace más de 10 años, y su madre se fue a Perú en 2020, un mes antes de que decretaran cuarentena por la COVID-19.

El objetivo era que ella regresara a buscar a sus dos hijos en máximo seis meses, pero su situación se complicó y aún no ha vuelto. Camila dejó de estudiar para trabajar como embaladora de un supermercado en las mañanas mientras su hermano está en el colegio, y así poder comprar comida para los dos.

Ella casi no habla, pero su mirada habla con incertidumbre y tristeza. Sus vecinos están pendientes de ambos. “Siempre les preguntamos si les hace falta algo porque, aunque a nosotros no nos sobra dinero, podemos quitarnos un poquito de comida a cada plato para que ellos tengan”, dice María del Carmen Peraza, quien es otra mujer cuidadora, pero, en este caso, de su padre que está en cama desde hace 5 años.

José Luis Peraza, de 78 años, sufrió un accidente cerebro vascular (ACV) hemorrágico del que no se logró recuperar por completo. María del Carmen tiene cuatro hermanos, todos hombres, por lo que casi de manera tácita estaba en su destino que era ella quien debía encargarse del cuidado de su padre.

Al principio ella iba a diario a su casa, ubicada en una comunidad cercana, pero pasados unos cuatro meses, decidió habilitarle una habitación en su hogar, en el que vive con su esposo y sus dos hijos adolescentes. Su madre, de 75 años, se había negado a mudarse, pero a las semanas accedió y ahora María del Carmen es la responsable de ambos.

Ella trabajaba desde hace 12 años como secretaria en una empresa de la zona industrial de Valencia y tuvo que renunciar para dedicarse al cuidado de sus padres. No tuvo otra opción. Así vio cómo su calidad de vida fue desmejorando, aunque puso una bodega en la sala de su casa para no quedarse sin ingresos.

Muchas mujeres venezolanas que se quedan a cargo de sus padres enfermos y de avanzada edad, aunque Ley Orgánica para la Atención y Desarrollo Integral de las Personas Adultos Mayores, en su artículo 29 señala que «el Estado promoverá la formación de cuidadoras y cuidadores de personas adultas mayores para la atención domiciliaria, a través de programas educativos donde participen las familias y las comunidades. Así mismo, propiciará la conformación de redes de cuidadoras y cuidadores con participación de profesionales especializados en esta área, en conjunto con el personal del centro de salud cercano a la residencia de éstas». 

Después de 2017, cuando se profundizó la crisis, el rol de las mujeres cambió, explicó Anitza Freites, investigadora de  la Encovi, durante el foro organizado por la Alianza Venezolana Empresarial (AVEM). “Han tenido que asumir mayores responsabilidades en hogares donde la disponibilidad de ingresos, la inflación, escuelas cerradas influyen mientras dependen de las ayudas del Gobierno”, apuntó. 

El precio de ser cuidadora

El periodista y escritor Arnaldo Rojas, quien se ha dedicado a estudiar este tema como director de medios de Funcamama, detalló que lo que más las afecta son los horarios muy prolongados, casi sin descanso, de atención a la persona cuidada; y el abandono parcial o total de su actividad laboral, por lo que deja de percibir los ingresos necesarios para su propia manutención.

También destaca la sobrecarga de responsabilidad, ya que generalmente el resto de los familiares le dejan toda la atención directa de la persona cuidada a la cuidadora, bajo argumentos tipo «tú eres buena para eso», «tú tienes más tiempo», etc. 

Es por eso que suele ocurrir que la cuidadora no delegue sus funciones y se someta a un proceso de desgaste físico y emocional. “Deja de socializar, recrearse, compartir con amigos, ir a fiestas o al cine, por ejemplo, y se aísla, lo cual la desequilibra emocionalmente”.

Como consecuencia de estos factores de riesgo se desarrolla el Síndrome del Cuidador, un trastorno que ya está reconocido clínicamente, y que afecta en gran medida la salud física y emocional de la persona. “El cuidador necesita ser cuidado”, dice. 

Rojas resaltó que algunas de las tareas que implica ser cuidador, como levantar o bañar a su ser querido, pueden agregar una exigencia adicional a su cuerpo. Ser cuidador también puede provocar un estrés financiero, por lo que es posible que evite ir a la consulta médica para no tener que pagarlas, o pagar los tratamientos que impliquen. 

A Wensuky Bolívar, la madre de Izan, le ocurre. Ella debe someterse a una cirugía, lo más pronto posible, pero la ha postergado. “Debido al trajín, el peso y lo poco que descansaba se me presentaron dos hernias, una umbilical gigante reductible y una esofagogástrica.

Ella sabe que debe operarse porque corre el riesgo de que esas hernias se estrangulen, pero necesita el dinero para los insumos médicos necesarios y “siempre mi prioridad va a ser Izan”. 

También tiene una muela partida y necesita lentes, pero la falta de recursos la tiene atada de manos. “Voy a poner de mi parte para lograr, así sea a través de las redes sociales, conseguir los insumos médicos necesarios porque Izan necesita de una mamá sana y en óptimas condiciones. Yo soy su sustento y cuidadora”, apunta. 

Las relaciones interpersonales se limitan a las familiares cercanas, como fiestas infantiles, o visitas de un par de amigas que siempre están en contacto con ella.

El investigador de Funcamama aseguró que los patrones culturales tradicionales no ayudan y siguen reforzando esta asignación desigual para las mujeres. Además, según sus datos, el 90% de las cuidadoras consideran su tarea como un deber moral y el 70% expresa que lo hace por iniciativa propia. 

Y aunque muchas se sienten satisfechas con su labor y piensan que eso las dignifica, un gran número reconoce que no tiene otra alternativa y que esta actividad repercute negativamente en su calidad de vida. En algunas ocasiones, además de abandonar sus propias tareas, trabajos o estudios, se trasladan de su hogar al del familiar en condición vulnerable. El cuidar de otra persona, por lo general, lleva al descuido y desatención de sus propias necesidades, afectando el desarrollo de su vida.

Rojas insiste en que cuidarse a uno mismo es requisito imprescindible para poder cuidar oportunamente a los demás. “Cuando la persona está bien consigo misma y su propio cuerpo, puede decirse que está en las mejores condiciones para ayudar a la persona dependiente. Los cuidadores que no se cuidan pueden desarrollar a largo plazo problemas psicológicos, problemas psicosomáticos o el síndrome del cuidador quemado”, añade. 

De allí la necesidad de visibilizar la importancia de las personas cuidadoras y reivindicar su labor. Desde una perspectiva de género y derechos humanos se debe promover un cambio de valores ante una función que las mujeres cumplen calladamente como algo natural y que actualmente es menos compatible con su vida laboral y social. En definitiva, hay que evitar reducir a familiar e individual, una problemática cada vez más social, para la que se deben diseñar políticas sociales que cuiden de manera integral la salud de las personas dependientes y el bienestar de sus cuidadoras.

Un nuevo comienzo con otra mujer cuidadora

Gracias a toda la difusión que hizo del caso de Izan, Wensuky logró irse con él a España el 28 de febrero de 2022, para que le realizaran, en el Hospital La Paz de Madrid, un cateterismo, luego la cirugía de corazón abierto de resolución quirúrgica total de canal aurículo ventricular completo y, por último, un implante de marcapasos definitivo. 

El 4 de octubre de 2022 regresaron a Venezuela. Izan tiene una función cardiológica óptima, pero requiere una nutrición balanceada, fisioterapias e insumos básicos como pañales que son difíciles de costear por Wensuky, aunque desde diciembre consiguió empleo como estilista del Servicio Nacional de Medicina y Ciencias Forenses (Senamecf) en la CHET.

Ahora, mientras ella trabaja, es su madre de 76 años, quien padece de hipertensión y otras patologías propias de la edad, quien es la cuidadora de Izan. “Es una tarea titánica pero no imposible, es levantarme muy temprano a hacerle sus porciones de comida, sus papillas y meriendas, bañarlo y vestirlo”. 

Ella le deja a su madre todo listo y orden, a veces hasta con indicaciones por escrito y, si se presenta alguna eventualidad en casa, la llaman de inmediato. “Gracias a Dios tengo la ayuda y el apoyo de mi madre mientras yo cumplo mi jornada laboral. Izan es un niño muy inteligente y dulce, a veces se impacienta y llora, pero solo la abuela y yo lo conocemos a la perfección”.